El Islam y la expansión musulmana. Contexto económico, social, político y cultural
Descripción del Articulo
El objetivo de este trabajo de investigación fue todos los invasores del imperio romano de la orilla norte del Mediterráneo fueron, tarde o temprano, convertidos unos tras otros al cristianismo. Pese a todas sus diferencias lingüísticas y étnicas, habían sido asimilados en mayor o menor grado por el...
Autor: | |
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Fecha de Publicación: | 2020 |
Institución: | Universidad Nacional de Educación Enrique Guzmán y Valle |
Repositorio: | UNE-Institucional |
Lenguaje: | español |
OAI Identifier: | oai:repositorio.une.edu.pe:20.500.14039/6175 |
Enlace del recurso: | https://repositorio.une.edu.pe/handle/20.500.14039/6175 |
Nivel de acceso: | acceso abierto |
Materia: | Rendimiento académico http://purl.org/pe-repo/ocde/ford#5.03.01 |
Sumario: | El objetivo de este trabajo de investigación fue todos los invasores del imperio romano de la orilla norte del Mediterráneo fueron, tarde o temprano, convertidos unos tras otros al cristianismo. Pese a todas sus diferencias lingüísticas y étnicas, habían sido asimilados en mayor o menor grado por el mundo cristiano tanto latino como griego. Por el contrario, la invasión procedente del sureste del Mediterráneo tuvo un resultado muy distinto, ya que la mayor parte de las zonas conquistadas por los árabes se perdieron para el cristianismo de forma permanente. Arabia era una zona por la que nadie se había preocupado en el Imperio Romano, ya que sus desiertos y oasis estaban habitados por tribus beduinas seminómadas, pobres y atrasadas. Como los árabes eran buenos soldados, tanto persas como bizantinos los utilizaban en sus ejércitos, al igual que ocurrió con los bárbaros del norte. Las ciudades de Arabia, situadas a orillas, o cerca, del mar Rojo, estaban culturalmente dominadas por Siria, Egipto y Etiopía, es decir, por varias confesiones cristianas y por el judaísmo de la diáspora (judíos establecidos fuera de Palestina). Por todo ello, nada hacía sospechar a los dirigentes bizantinos y persas que los árabes se transformarían en un serio peligro para sus bien establecidos estados. En el año 622, un mercader de mediana edad llamado Mahoma (Muhammad), se trasladó de la Meca a Medina, algo más al norte, y empezó a organizar un movimiento religioso – militar. Este traslado o huida del Profeta, la hégira, sería considerado posteriormente como el inicio de la era musulmana. A la muerte de Mahoma, en 632, el movimiento que fundara se había extendido por toda Arabia. La religión mahometana es estrictamente monoteísta, tanto por la influencia del judaísmo y el cristianismo, como de tradiciones propias de Arabia. Aunque reconocía a la Biblia como texto sagrado, Mahoma se consideraba inspirado por Dios (Allah) como profeta, para reclamar la verdadera y definitiva religión – el Islam – que se iba a difundir a todos los hombres y tierras del mundo incluso mediante la espada y la conquista, si era necesario. Las enseñanzas de Mahoma quedaron recogidas en el Corán. Los primeros sucesores del Profeta, o califas – Abu Bakr y Omar –, fueron dirigentes de extraordinaria valía, capaces de convencer a sus seguidores de que luchaban por Alá. En diez años lograron conquistar Siria, Persia y Egipto, ya que los ejércitos persa y bizantino no podían hacer frente al fervor de los combatientes árabes. Sin duda, el inmenso botín capturado en esas rápidas campañas supuso un incentivo importante no sólo por las riquezas obtenidas por los combatientes, sino también por considerarlas signos de que Alá cumplía las promesas hechas a su Profeta. Las poblaciones de Siria y Egipto opusieron escasa resistencia, como tampoco habían resistido mucho a las conquistas pendulares de persas y bizantinos en tiempos pasados. La mayoría de las grandes ciudades capitularon con bastante rapidez y parece que la destrucción fue mínima. Las élites cristianas, tanto seglares como eclesiásticas, y la población judía aceptaron con calma a los nuevos dirigentes, que habían garantizado que no habría injerencias en sus respectivas creencias. Por su parte, a la población campesina no le preocupaba gran cosa a quién debía pagar sus impuestos, impuestos que no disminuyeron, ya que los árabes mantuvieron intactos los eficientes sistemas fiscales de Bizancio y Persia. Sólo en el corazón del mundo griego, en Anatolia, las islas del Egeo y la propia Constantinopla, hallaron los árabes una población que había recuperado fuerzas suficientes para resistirles, una vez que decidieron atacar tan lejos de sus bases originarias. Al contrario que los estados germánicos que sucedieron al imperio romano, el nuevo imperio árabe estuvo, desde el principio, basado en las grandes ciudades. Por esta razón, los árabes fundaron nuevas ciudades como Basora y Kufa en Mesopotamia, y algo más tarde Bagdad, sobre el Tigris, así como El Cairo en Egipto y Kairuán en el norte de África (Túnez). La población de las ciudades conquistadas se fue convirtiendo al Islam en un lento proceso que duró varios siglos, aunque las comunidades judías se resistieron casi por completo a convertirse. Desde fines del siglo VII, el árabe se usaba como idioma oficial en la administración, aunque tardaría en llegar a ser la lengua común de las poblaciones de Oriente Medio y del norte de África, si bien nunca llegó a reemplazar al persa en Irán. Una gran parte de la política interna del imperio islámico giraba en torno a la cuestión de la auténtica sucesión del Profeta. Las discusiones, sectas y divisiones surgidas por esta cuestión parecen haber jugado, en el plano emocional, un papel similar al de las grandes herejías y discusiones acerca de la verdadera naturaleza de Cristo, desarrolladas en el imperio romano de Oriente, si bien el contenido formal o intelectual de estas discusiones fue muy distinto. Desde la óptica popular, en ambos casos se trataba de que la correcta naturaleza y posición del mediador entre Dios y los hombres determinara la salvación personal. Aunque el califa, a diferencia de Cristo, siempre fue contemplado simplemente como hombre, era considerado como dirigente político y espiritual del Islam. De este modo, desde épocas bastantes tempranas, la sociedad islámica tendió a la fragmentación. A mediados del siglo VIII, los califas omeyas, que habían sido los grandes conquistadores de la primera expansión islámica y habían establecido su capital en Damasco, Siria, fueron desplazados por los abasíes, descendientes de un tío del profeta Mahoma. Como el principal apoyo de los abasíes se hallaba en Persia septentrional, así como en Mesopotamia, trasladaron su capital a Bagdad. En la milenaria lucha por el dominio del Próximo y Medio Oriente, era esta otra gran victoria perso – mesopotámica, si bien bajo colores religiosos distintos. En el 711, bereberes y árabes cruzaron el estrecho de Gibraltar y entraron a la península Ibérica, a la que controlarían en siete años, a excepción de unos pocos núcleos cristianos en la zona montañosa del norte y noroeste. La gran mayoría de la población cristiana y judía de la península tenía las mismas ganas de combatir por el reino visigodo que las que habían tenido sirios y egipcios de combatir por el imperio bizantino. Solo después de cruzar los Pirineos y adentrarse en Francia, hallaron los musulmanes alguna resistencia, y en 732 fueron derrotados completamente por Carlos Martel en la batalla de Tours y Poitiers, en la Francia central, y rechazados de nuevo a la península. Por todo ello, se ha sugerido que los árabes sólo tuvieron éxito en aquellas regiones del Mediterráneo que presentaban una semejanza con su propio solar de Arabia, tanto geográfica como climática. En la antigua Hispania, los árabes no constituían más que una reducida élite dirigente, mientras que los bereberes musulmanes procedentes del norte de África, eran algo más numerosos. En 756, un príncipe omeya que había escapado a la masacre del resto de su familia, ordenada por los abasíes, estableció un principado (emirato) en la península Ibérica, con capital en Córdoba. Abd al – Rahman I fue el primer emir, y aunque reconocía formalmente al califato abbasí de Bagdad, al – Andalus (nombre de la Hispania musulmana) era, de hecho, un Estado independiente. Abd al – Rahman inició la construcción de la grandiosa mezquita de Córdoba, concebida como verdadero bosque de columnas coronadas por arcos dobles que quería rivalizar con el otro gran centro musulmán de Damasco. Tanto Córdoba como Constantinopla se convertirían en capitales fronterizas y caerían, finalmente, en manos de sus mortales enemigos: Córdoba, en manos de los cristianos castellanos, y Constantinopla, a manos de los turcos otomanos. Al Andalus, muy próspera y tolerante en religión, permaneció abierta a las influencias culturales de todo el Mediterráneo. Sus mercaderes y estudiosos de habla árabe viajaban a lo largo de toda la enorme extensión del mundo islámico. Al mismo tiempo, nunca se perdería el contacto con el norte latino católico. Solo mucho más tarde volvería a ser la península ibérica tierra de frontera en la lucha contra cristianos y musulmanes. A mediados del siglo IX, el mundo islámico mantenía una unidad que el mundo cristiano había perdido hacía siglos. La dinastía fatimí emprendió un intento de reunificar el mundo islámico. Con ayuda de unas cuantas tribus de fieros bereberes conquistaron Egipto, fundaron El Cairo, que sería la nueva capital y allí establecerían un califato shií, el rival del califato sunní de Bagdad. A mediados del siglo XI habían llevado conquistas a lo largo de las costas de Arabia y Siria, pero fracasaron en su intento de convertir a la mayoría sunní de sus súbditos a la fe shií. La unidad religiosa islámica no sería restablecida nunca. Durante cierto tiempo, el califato fatimí de Egipto representaba la parte más vital del Islam por su política religiosa, en general tolerante, su prestigio militar y el esplendor legendario de la corte califal de El Cairo. No obstante, los ejércitos en los que tenían que confiar los califas eran extranjeros: bereberes del norte de África, nubios del Sudán y los más importantes y eficaces, los turcos seljúcidas. Los turcos seljúcidas eran un pueblo nómada de Asia central que desde hacía mucho tiempo había ido infiltrándose en el norte de Persia y Armenia, en grupos relativamente pequeños, y que habían sido utilizados por los califas abasíes de Bagdad como soldados y colonos. En el siglo XI irrumpen en estas zonas en grandes unidades. Con las ventajas típicas de los nómadas, de habilidad para luchar, movilidad y total crueldad hacia los pueblos sedentarios, unidas a un uso inteligente de sus instituciones político – administrativas, conquistaron a un enorme imperio, que se extendía desde Tashkent y Bujara a Siria. A fines del siglo XI parecía solo cuestión de tiempo que la contraofensiva sunní – seljúcida absorbiera el Egipto fatimí, puesto que los generales y soldados seljúcidas se habían adentrado a la ciudad del Cairo. Los cruzados bloquearon de hecho el avance seljúcida en Egipto, pese a ser hostiles, tanto a los turcos como a los fatimíes de Egipto, permitiendo la supervivencia del califato fatimí durante casi cien años más. |
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La información contenida en este registro es de entera responsabilidad de la institución que gestiona el repositorio institucional donde esta contenido este documento o set de datos. El CONCYTEC no se hace responsable por los contenidos (publicaciones y/o datos) accesibles a través del Repositorio Nacional Digital de Ciencia, Tecnología e Innovación de Acceso Abierto (ALICIA).
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